Por: Jesús Mora Díaz
“¡Levántate, Lázaro!”, le dijo Jesús al hombre que llevaba cuatro días sepultado. Y la fe, junto al poder de Dios, lo devolvieron a la vida, convirtiéndolo en un testimonio andante de la gloria divina.
Han pasado más de dos mil años desde aquel milagro. Hoy, a miles de kilómetros de la tierra del Nazareno, millones de colombianos claman al unísono: “¡Fuerza, Miguel!” Suplican que se levante, que vuelva a vivir, y que su vida —como la de Lázaro— se convierta en testimonio.
El lamentable atentado contra Miguel Uribe Turbay ha conmocionado al país y, paradójicamente, lo ha unido como pocas veces. Nos recuerda que, antes de ser rojos, verdes o del color político que sea, somos hijos de una misma patria. Colombia entera ora por un milagro. Y ese clamor, convertido en emoción colectiva, lo ha catapultado como líder en intención de voto con un 13,7%, según la encuesta Guarumo.
Dios quiera que el milagro se repita. Que Miguel se recupere, retome su carrera política y continúe defendiendo sus tesis.
Pero… ¿y si no se levanta? ¿Y si lo hace en condiciones adversas, o en un tiempo que ya no le alcance al calendario electoral? Esas son preguntas que los colombianos debemos hacernos desde ahora.
Lo primero que debemos reconocer es que Miguel esté vivo ya es un milagro. Ha demostrado apego a la vida, determinación y lucha. Sin embargo, nadie sabe cuándo ni cómo podrá levantarse de esa cama. Nadie sabe si podrá regresar al ejercicio político.
¿Y mientras Miguel se recupera, qué pasa?
Las banderas del uribismo ondean a media asta como símbolo de respeto. Tanto así que sus compañeros de partido y precandidatos presidenciales —Paloma Valencia, María Fernanda Cabal, Paola Holguín y Andrés Guerra— han pausado por completo sus campañas. Pero mientras eso ocurre, otros sectores avanzan sin piedad en la ruta electoral.
Algunos analistas políticos sugieren que, si Miguel no logra regresar a tiempo, su esposa o su padre podrían capitalizar el sentimiento nacional. Estaríamos ante un episodio similar al que vivió César Gaviria cuando recogió las banderas de Galán. Pero a diferencia de Gaviria, ni Claudia Tarazona ni mucho menos Miguel Uribe (padre) tienen el capital electoral para enfrentar a un candidato oficialista respaldado por toda la maquinaria del poder y un discurso edificado desde el petrismo.
Miguel Uribe no es un uribista de sangre pura
Y si Miguel se levanta y anda, es necesario recordarle a la base del uribismo que él no es un uribista de cuna. Muy distinto a sus compañeros de partido, lo único que comparte con Álvaro Uribe es el apellido.
Sus inicios fueron en el Partido Liberal. En 2012 fue elegido concejal de Bogotá y en 2016 se desempeñó como secretario de Gobierno de Enrique Peñalosa. Más tarde apoyó el “Sí” en el plebiscito de 2016, en clara contradicción con la postura del Centro Democrático. Sin embargo, Uribe Vélez vio en él una figura prometedora y le entregó la cabeza de lista al Senado, donde obtuvo más de 250 mil votos —poco más que María Fernanda Cabal.
¿Miguel realmente tiene todos esos votos?
A simple vista, 250 mil votos son una cifra poderosa, suficiente para perfilarse como presidenciable. Pero la realidad política es otra. Esa votación no refleja un caudal netamente propio. Ser cabeza de lista y contar con el aval directo de Álvaro Uribe arrastra votos del partido, más que personales.
El ejemplo más claro es el de Edward Rodríguez. En 2018, como cabeza de lista del Centro Democrático a la Cámara por Bogotá, obtuvo la votación más alta en la historia de esa corporación: 105.648 votos. Pero en 2022, al lanzarse al Senado sin encabezar la lista, apenas superó los 17 mil votos.
Esto deja claro que ser cabeza de lista sí jala votos, pero muchos de ellos no son propios, sino del partido. Así que, en realidad, el potencial electoral individual de Miguel Uribe no son 250 mil votos. Y si Lázaro no se levanta —o no lo hace a tiempo—, no habrá quién capitalice esa votación con la misma fuerza.
Colombia no puede quedarse a merced de si Lázaro se levanta o no. Debe reaccionar a tiempo y decidir con claridad a quién entregarle la antorcha de la esperanza, antes de que sea demasiado tarde y la horrible noche vuelva a cubrirnos.