En tiempos de confusión moral, de memoria selectiva y de jóvenes airados que repiten consignas sin contexto, es urgente volver sobre una palabra: legado.
Y en Colombia, guste o no, esa palabra tiene un nombre propio: Álvaro Uribe Vélez.
Este lunes 28 de julio, la jueza Sandra Liliana Heredia declaró culpable al expresidente Uribe por los delitos de fraude procesal y soborno en actuación penal. Se trata de una decisión histórica: por primera vez en Colombia, un expresidente ha sido condenado penalmente por delitos comunes.
Es cierto, la sentencia es de primera instancia. La defensa ya anunció que apelará y, como lo advirtió la Comisión Colombiana de Juristas, el proceso podría incluso precluir en octubre si no hay un fallo definitivo del tribunal. Por ahora, la audiencia de imposición de pena quedó fijada para este viernes. El capítulo judicial no está cerrado.
Pero este editorial no pretende anticipar el resultado del litigio. No venimos a evaluar una condena ni a santificar inocencias. Nuestra intención es otra: invitar a una generación que no vivió la guerra —y que con frecuencia parece haber olvidado la historia— a mirar hacia atrás con honestidad y memoria.
Hay jóvenes que hoy tienen entre 20 y 30 años y que, educados bajo un sistema más ideológico que pedagógico, desprecian con fervor casi religioso a Uribe, muchas veces sin entender por qué. Le gritan “paramilitar”, “asesino” o “dictador”, pero ignoran que, durante los años en que él asumió la presidencia, Colombia era un país al borde del colapso institucional.
La Casa de Nariño fue atacada con cilindros bomba el mismo día de su posesión. Las FARC dominaban extensas regiones. Viajar por las carreteras era una ruleta rusa. Los nombres de “Romaña”, “Cano” o “Jojoy” no eran parte de un archivo de memoria histórica, sino realidades del terror cotidiano.
Uribe no gobernó desde la comodidad. Gobernó bajo fuego. Gobernó con decisiones, muchas de ellas difíciles. Con aciertos y errores. Pero fue su política de Seguridad Democrática la que permitió que este país recuperara la movilidad, la inversión, el turismo, y sobre todo, la esperanza.
Hoy muchos jóvenes —formados por una narrativa que idealiza a los criminales y demoniza a quienes los combatieron— desprecian a quien enfrentó al terrorismo con la contundencia que el momento exigía. Y mientras lo señalan, olvidan que la libertad desde la cual opinan fue posible gracias a esa lucha.
No pedimos idolatría. No promovemos impunidad. Pero sí exigimos memoria.
Porque más allá del veredicto judicial que se emita —en esta instancia o en la siguiente— hay un juicio que ya está escrito en la conciencia de quienes vivieron la guerra y vieron cómo Colombia renació.
Y si de legados se trata, el de Álvaro Uribe Vélez seguirá pesando en la historia, más allá de la coyuntura política o la polarización ideológica. Porque el liderazgo que se ejerce en momentos de caos no desaparece con una sentencia. Se recuerda. Se discute. Pero no se borra.
Desde esta tribuna, con plena conciencia del momento, afirmamos:
El legado de Uribe no lo escribe una jueza. Lo escribe un país que volvió a creer.
Tinta Indeleble. Porque hay memorias que no se borran.


















