Hoy, mientras Colombia despidió a Miguel Uribe Turbay en un acto cargado de dolor e indignación, una verdad incómoda recorre el país: el asesinato de un senador y precandidato presidencial no es un hecho aislado. Es la confirmación de que en Colombia se ha activado un plan para cercar, acallar y, si es necesario, eliminar físicamente a la oposición.
No se trata de un simple crimen. Se trata de un mensaje. Un aviso directo de que enfrentarse al poder —al poder real, que hoy no solo habita en la Casa de Nariño, sino que se extiende hasta Caracas— tiene consecuencias letales.
María Fernanda Cabal, senadora y precandidata presidencial, lo ha dicho con la crudeza que exige el momento: lo que vivimos es la materialización de una alianza oscura entre Gustavo Petro y Nicolás Maduro, una sociedad política y criminal que combina el discurso ideológico con el narcotráfico, la infiltración institucional y la violencia selectiva.
El guion del exterminio
El libreto ya lo conocemos, porque se escribió a sangre y fuego en Venezuela. Primero, la persecución judicial: Álvaro Uribe Vélez, líder indiscutible de la oposición, arrinconado por procesos interminables. Después, el ataque directo: Miguel Uribe, joven con proyección y respaldo ciudadano, asesinado a tiros. Y, en paralelo, la amenaza constante contra quien hoy concentra el liderazgo opositor: María Fernanda Cabal, con expedientes y testimonios que prueban intentos de atentado en su contra.
Nada de esto es espontáneo. Nada es improvisado.
Venezuela como retaguardia criminal
La figura del Zarco Aldinever lo deja al descubierto. Un exFARC, vinculado al narcotráfico, señalado de ordenar el asesinato de Miguel Uribe y de haber puesto precio a la vida de Cabal y su familia. No se escondía en un paraje olvidado de Colombia; vivía bajo protección en territorio venezolano, custodiado por alias Iván Márquez y amparado por el Cartel de los Soles.
Ese cartel no es una banda más: es una estructura militarizada, al servicio de Maduro, que controla rutas de cocaína, financia al ELN y a las disidencias de las FARC, y planifica desde el otro lado de la frontera una guerra silenciosa contra Colombia.
La complacencia que mata
Mientras todo esto ocurre, Gustavo Petro no rompe relaciones ni exige justicia. Por el contrario, refuerza sus vínculos con Maduro, plantea unificar fuerzas militares y se sienta a negociar con quienes tienen en sus manos la sangre de un senador colombiano. Esa complacencia no es ingenuidad: es complicidad política.
La democracia en cuenta regresiva
Cada magnicidio, cada amenaza, cada captura de las instituciones por el poder, es un paso más hacia el punto de no retorno. En Venezuela, cuando quisieron reaccionar, ya era tarde. Los partidos opositores fueron ilegalizados, sus líderes encarcelados o asesinados, y el pueblo quedó huérfano de representación.
Colombia está a un paso de ese abismo. El asesinato de Miguel Uribe es más que una tragedia: es la señal de que la maquinaria está en marcha y que no se detendrá si no hay una reacción colectiva, firme y sostenida.
No hay espacio para la neutralidad
Hoy no basta con lamentar. No basta con encender una vela o publicar un mensaje de solidaridad. La historia no perdonará a quienes, pudiendo hablar, callaron; ni a quienes, pudiendo actuar, se refugiaron en la comodidad de la neutralidad.
El poder ya decidió que hay vidas prescindibles. La pregunta que debemos hacernos todos es: ¿vamos a permitir que decidan también el futuro de Colombia?


















