La decisión, basada en conductas consideradas desleales dentro del proceso interno, marca un cierre de filas en la colectividad y consolida la ruta de Cabal, Valencia y Holguín.
La exclusión de Miguel Uribe Londoño no fue un desencuentro interno ni un malentendido administrativo. Fue una determinación política que dejó al descubierto tensiones acumuladas y una conducta que la dirección interpretó como deslealtad. El partido optó por cortar de raíz la participación del exprecandidato y avanzar con un trio de liderazgos sólidos de cara al 2026.
La decisión del Centro Democrático de excluir a Miguel Uribe Londoño del proceso interno para definir su candidatura presidencial no tomó por sorpresa a la dirigencia del partido, pero sí dejó al descubierto el nivel de desconfianza que ya se había acumulado alrededor de su comportamiento. Para la colectividad, las señales eran claras: mensajes evasivos, excusas reiteradas y una insistencia en operar por fuera de los espacios institucionales. La lectura fue una sola: deslealtad.
El comunicado oficial del partido expone de manera cronológica los hechos que llevaron a la ruptura. Uribe Londoño no asistió al foro presidencial, evitó confirmar su participación en reiteradas oportunidades y pidió una reunión privada para “tomar una decisión muy seria”. Para una colectividad estructurada sobre disciplina interna y lineamientos ideológicos, ese patrón fue interpretado como un acto de ventaja personal, no como un desacuerdo político legítimo.
La reacción pública del exprecandidato solo robusteció la percepción interna. Lejos de hacer una precisión responsable o intentar reconstruir el diálogo, se presentó como víctima de una supuesta persecución. El victimismo, en plena recta definitoria de liderazgos, fue entendido como otra forma de deslealtad: eludir responsabilidad mientras se busca erosionar desde afuera lo que no se quiso construir desde adentro.

Con la salida de Miguel Uribe, el tablero interno se reacomoda de inmediato. El partido ratifica su continuidad con tres figuras que han sostenido una línea clara y estable: María Fernanda Cabal, Paloma Valencia y Paola Holguín. Tres liderazgos distintos, pero cohesionados por un elemento que hoy pesa más que nunca en la colectividad: la lealtad a un proyecto político que no admite ambigüedades.
Cabal representa el discurso de autoridad, orden y confrontación directa con el gobierno; Valencia aporta una visión técnica y argumentada, con arraigo en el uribismo doctrinal; Holguín mantiene la firmeza en seguridad y defensa, una de las banderas históricas del partido. Ninguna de ellas ha dado señales de cálculos paralelos o maniobras privadas para redefinir las reglas del juego.
La expulsión de Miguel Uribe Londoño tiene, además, un efecto interno simbólico: reafirma que el proyecto uribista exige compromiso sin doble agenda. En un partido que atraviesa su reconfiguración más importante desde 2018, la lealtad no es un detalle: es el cimiento sobre el cual se definirá la confrontación electoral de 2026.
El mensaje es claro: el Centro Democrático no está dispuesto a tolerar deslealtades ni a permitir que las definiciones estratégicas se tomen en conversaciones privadas mientras se abandonan los escenarios institucionales. Con su salida, la colectividad se ordena, se blinda y avanza sin el ruido que había contaminado el proceso.
La disputa ahora seguirá entre quienes, con trayectorias y estilos distintos, se han mantenido en la línea del partido sin titubeos. La exclusión de Uribe Londoño no solo cierra un capítulo incómodo: confirma que, en el uribismo, la deslealtad tiene consecuencias inmediatas y que la ruta hacia la candidatura presidencial será definida únicamente por quienes han demostrado pertenencia real al proyecto.

















